La primera Copa del Mundo organizada por la FIFA, que se disputó en
1930 en Montevideo, Uruguay, dejó una marca histórica no sólo en el
fútbol mundial, sino también, y más profunda, en todo Sudamérica.
A comienzos del siglo XX, ya existían cortocircuitos entre Argentina y
Uruguay, pero los mismos no se asemejaban en nada a los de estos días.
Por ejemplo, no había conflictos políticos por una papelera, ni existía
una suerte de debate internacional por la vida sentimental de
un futbolista y una modelo. En esa época, los intereses eran otros y,
por lo tanto, los problemas también.
Celebrando el centenario de su Independencia, la Argentina organiza
la primera edición de la Copa América en 1916. De esta manera, los
países de la región pasaban a tener su propio torneo internacional de
Selecciones, que les daría la posibilidad de competir entre sí en el
ámbito deportivo y, lógicamente, aprovechar los beneficios económicos y
políticos que podía traer la realización del certamen. Así, el
Campeonato Sudamericano de Selecciones –como se llamó la Copa América
hasta el 75’- comenzó a jugarse año tras año, casi ininterrumpidamente.
Previo al primer Mundial, en 1929, se jugó la que sería la última
Copa América hasta 1935. Es que luego no se disputó durante un lapso de
seis años debido a la enemistad entre las federaciones argentina y
uruguaya, las cuales, tras la final de la Copa del Mundo, rompieron
relaciones deportivas entre sí. Los argentinos sostenían que habían sido
amenazados y agredidos durante su estadía en tierras charrúas. Al
tratarse de las dos Selecciones más importantes y poderosas del
continente, precursoras del certamen, la Copa América no podía jugarse
sin ellas. Y no se jugó.
Para 1930, la rivalidad entre uruguayos y argentinos estaba en uno de
sus niveles de efervescencia más altos. Con la aparición y expansión
del fútbol en ambas regiones varios años atrás, poco a poco se había ido
introduciendo una nueva cuestión con la que los vecinos del Río de la
Plata rivalizarían eternamente. Ya no bastaba sólo con discutir acerca
del lugar de nacimiento del gran Carlos Gardel o en qué país se tomaba
el mate más rico. Ahora también el fútbol era motivo de debate. Y
aquella primera final del Mundo sería la cita ideal para acabar
parcialmente –o aumentar aún más- la discusión acerca de qué
seleccionado era el mejor en el deporte que habían inventado los
ingleses.
Y comenzó lo que terminaría desatando el fin del vínculo deportivo entre ambas naciones durante los años siguientes. La Gran Depresión
del ‘29 dejó al mundo en crisis y Sudamérica no fue la excepción. Por
eso, ninguno de los dos países tomaba aquella final como una simple
competencia deportiva. Ambos querían ganar el Mundial que, un tiempo
atrás, habían pujado en conjunto para que se organizara allí, en su
continente, con las ventajas de todo tipo que sabían eso traería.
La primera diferencia se produjo en la previa a la gran final. Como
no se ponían de acuerdo en qué balón utilizar, el encuentro decisivo
tuvo que jugarse con dos pelotas. En el primer tiempo, con su balón, la
visita se imponía por 1-2. En el complemento, con la pelota que quería
el local, cambiaría el rumbo del partido y terminaría en un 4-2 para la
celeste. Pero no todo finaliza ahí. Antes, hay que adentrarse en los
vestuarios para comprender mejor la historia.
Luis Monti, considerado el mejor jugador argentino de esos
tiempos, recibió amenazas contra él y su madre para que no jugara la
final. Más tarde se supo que la mafia italiana enviada por Benito
Mussolini era la encargada de los anónimos, con el objetivo de que los
jugadores albicelestes perdieran, sintieran el reproche y la presión de
los hinchas argentinos y así abandonaran su país y se vayan a la Azzurri,
que cuatro años más tarde iba a recibir el Mundial en casa. Y sucedió
todo tal cual lo planeó Mussolini. Mientras, las autoridades uruguayas
brillaban por su ausencia y parecían no responsabilizarse por la
seguridad de los equipos invitados.
Años después, el propio Monti reconoció que espías italianos lo
visitaron y le ofrecieron dinero, casa y auto para que se mude a Italia.
"Fue maravilloso. Todos los argentinos me habían hecho sentir una
porquería, un gusano, tildándome de cobarde y echándome exclusivamente
la culpa de la derrota en la final. Y de pronto me encontraba ante dos
personas que venían del extranjero a ofrecerme una fortuna por jugar al
fútbol. Durante aquel partido tuve mucho miedo porque me amenazaron con
matarme a mí y a mi madre". Finalmente, el argentino firmó contrato con
la Juventus y fue campeón de mundo con el seleccionado italiano en el
‘34.
En ese momento, el equipo lo armaban la directiva junto con los
jugadores de mayor experiencia. El entrenador no tenía demasiada
incidencia. En la Argentina, debido a una orden de los dirigentes, se
decidió alinear en la final a Francisco Varallo en lugar del
titular, Alejandro Scopelli. El jugador estaba lesionado, aclaró que no
podía jugar y hasta fue revisado por un médico que recomendó lo mismo.
Sin embargo, debió entrar a la cancha. El resultado: tuvo que salir
cuando recién se cumplía el primer cuarto de hora de partido y como en
esa época no había cambios, la Argentina afrontó más de 70 minutos con
un hombre menos. Se supo, luego, que los directivos argentinos recibían
favores económicos de los espías italianos.
El partido se jugó con fiereza en la cancha, pero también,
principalmente, en los vestuarios. Culminado el primer tiempo, la
Argentina vencía por 1-2 pero el ánimo era de luto. Mientras el capitán
charrúa José Nasazzi vitoreaba a los suyos a "poner pierna fuerte en
cada pelota", en el vestuario albiceleste se escuchaba
a Paternoster decir: "Mejor que perdamos, sino aquí morimos todos".
Incluso, Monti recordaría después que cuando regresaron al campo de
juego había alrededor de 300 militares con las intimidatorias bayonetas
caladas.
El belga John Langenus fue el árbitro de esa final. Además de ser referí, ejercía como periodista de la revista Kicker
y reconoció que antes del cotejo había pedido custodia personal y un
seguro de vida a la FIFA si perdían los locales, porque temía por su
vida. Pero eso no ocurrió y los uruguayos terminaron por imponer así su
tan afamada garra charrúa.
Luego de que los argentinos, al regresar a su país, denunciaran haber
sido hostigados en Uruguay, las federaciones rompieron relaciones y el
continente se quedó sin la posibilidad de realizar en su territorio el
campeonato de Selecciones que, continuamente, venía creciendo en
prestigio y relevancia desde su creación en 1916. Recién en 1934, con el
Mundial de Italia, aparecería una nueva oportunidad internacional para
los sudamericanos.
El vigente campeón, Uruguay, no se presentó en respuesta al boicot
europeo del ‘30 y argumentó que no iba “en rechazo al régimen fascista
italiano y la utilización política que se hará del evento”. Del otro
lado del charco, la respuesta, lógicamente, sería distinta. Pero con
condiciones. La Argentina, al igual que Brasil, se rehusaba a tener que
jugar eliminatorias ante Chile y Perú. La presión pudo más que las
reglas y la albiceleste y la canarinha clasificaron de manera
automática. Para este Mundial, la FIFA aceptó que el equipo anfitrión
contara con cuatro argentinos y un brasileño incorporados como oriundos.
Así, se confirmaba el accionar de Mussolini durante 1930, cuando envió
gente a amenazar a los jugadores argentinos.
Un año más tarde del Mundial de Italia, la Copa América se reanudó en
Perú, cuando la Federación Peruana logró convencer a argentinos y
uruguayos de que aceptaran la invitación a un torneo ‘extraordinario’
que había organizado con motivo del cuarto centenario de la fundación de
Lima. Ambas Selecciones asistieron, pero no vistieron sus colores
habituales. Uruguay jugó con una camiseta roja y Argentina con una
blanca. Estaba claro que la rivalidad rioplatense perduraba. Y no se
terminaría nunca más.