Ni España, ni Tahití, ni la mística de Maracaná, ni los espectadores precisaban de un enfrentamiento completamente prescindible en un torneo de primer nivel como la Copa Confederaciones. La candidez y emotividad de ver a un conjunto tan débil como voluntarioso pronto derivó en un tedio que no hubo por donde pillar, ni con el goteo de redes de la selección. No sabía España si tirar hacia delante o ser condescendiente con su inoperante adversario y el resultado fue un juego plomizo que no le privó de firmar una goleada de escándalo que invita a la FIFA a una profunda reflexión sobre la conveniencia de fomentar este tipo de bolos incomprensibles.
Son bonitas, higiénicas y consustanciales al deporte las fábulas de David y Goliat. La historia está trufada de equipos salidos de ninguna parte que escriben una página de oro para la que no estaban llamados de cuyo legado se apropia la disciplina en cuestión como símbolo de grandeza, de que todo es posible. No era posible en el caso de Tahití, que ni en el mejor de los sueños tenía una oportunidad de siquiera inquietar a España.
Goleó el equipo de Vicente del Bosque al son de las facilidades que concedía la ingenua Tahití. Interpretó tan sencillo el partido la campeona del mundo y de Europa que hasta se desnaturalizó. Prescindió del rondo y subyugó la paciencia ante la zanahoria que tenía por delante: una defensa desorganizada y cándidamente adelantada en la que cada pase a la espalda era un mano a mano. Una bicoca para dos delanteros como Fernando Torres y David Villa, lejos de su mejor nivel pero inabarcables para un equipo de amateurs. El madrileño, que se permitió fallar un penalti, se llevó un póker de goles, mientras que el máximo goleador de la historia de la selección añadió un hat-trick.
Hasta el público se sumó al carácter jocoso del partido. Se escucharon ’olés’ cada vez que la pobre Tahití encadenó dos pases seguidos y se ovacionó cada lance positivo, por nimio que fuera. Maracaná despidió al combinado de Oceanía puesto en pie al final del encuentro. Si el International Acuatic Center de Sidney aclamó a un nadador, Eric Mousanbani, que purgaba por no ahogarse en una de las imágenes más icónicas como esperpénticas de la historia de los Juegos Olímpicos, Maracaná encontró en Roche, el portero de Tahití, su mono de feria, que se mimetizó a la perfección con su papel. Levantó las manos al cielo cuando Fernando Torres estrelló el penalti en el larguero y celebró una parada vulgar cuando España ya había pasado la media docena. El propio delantero del Chelsea ayudó a un abatido arquero a reestablecerse tras una pifia monumental que propició uno de los tantos de Villa.
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Goleó el equipo de Vicente del Bosque al son de las facilidades que concedía la ingenua Tahití. Interpretó tan sencillo el partido la campeona del mundo y de Europa que hasta se desnaturalizó. Prescindió del rondo y subyugó la paciencia ante la zanahoria que tenía por delante: una defensa desorganizada y cándidamente adelantada en la que cada pase a la espalda era un mano a mano. Una bicoca para dos delanteros como Fernando Torres y David Villa, lejos de su mejor nivel pero inabarcables para un equipo de amateurs. El madrileño, que se permitió fallar un penalti, se llevó un póker de goles, mientras que el máximo goleador de la historia de la selección añadió un hat-trick.
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